jueves, 24 de diciembre de 2009

Recuerdo de Estocolmo

Recuerdo la primera vez que tú y yo nos vimos. Cuando con mirada arrogante y despectiva me evitaste, cerraste con indiferencia la mirada y continuaste con tu andar. Y es que la verdad en ese entonces yo te odié, nuestros sentimientos fueron mutuos y cordialmente recibidos.
Pero poco a poco nos fuimos conociendo, compartiendo coincidencias y emociones, poco a poco nos hicimos amigos sin querer. Con el tiempo, después de aquel trabajo, cuando entre sábanas de un cuarto obscuro y perverso limpiaba tus lágrimas de frustración con mi pañuelo, callaba tus gemidos de tristeza con palabras de aliento, enjuagaba la amargura del momento con caricias mustias y susurros de profeta farsante. Tímida y delicadamente comencé a recorrer tu escultura dorada, pasando mis dedos por tus mejillas, por tus labios, por tu cuello, por tus brazos, tu cintura. Y tú con gesto recíproco me imitaste para sellar todo con unos besos millonarios que dieron a nuestro sentimiento libertad de acción fuera de las cuatro paredes cómplices de la bondad y la maldad.
¿Qué hubiera sido de mí sin ti? ¿Qué hubiera sido de ti sin mí? ¿Qué hubiera sido de los dos de no haberte secuestrado?

domingo, 20 de diciembre de 2009

Como siempre solía ser


Así, como siempre solía ser. Pero ahora podría ser un poco mejor. Quizá pueda llegar a abrasarla realmente sintiendo lo que se debe de sentir. En esos momentos me la imagino corriendo hacia mí con los brazos abiertos, o cuando menos terminando sus pasos colgada de mi cuello o hasta se me ocurre concluir con un beso real y parido por ese hermoso sentimiento.
                La fuí a ver pero nada fue así, nada de lo deseado sucedió, todo dentro de un frasco frio y cerrado. Dando algunos zarpazos de palabras al rígido manto de silencio, pero ni así llegé a matar al inminente mutismo. Así, como siempre solía ser, todo terminó peor de lo que fue.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Luto

Entró él al salón, vestido de negro, de pies a cabeza, guardando el luto veraniego, de aquel Agosto que helado, frio y sin esperanza, lleno de sufrimiento, aquel mes que acabó con años en un segundo, que mató a su amada mujer por la imprudencia vacacional. Limpió la última lágrima, acomodó por última vez el saco que aún le abrazaba el dolor y  arrastró por última vez su zapato izquierdo al tiempo que respiraba para dar el último suspiro. De nuevo iniciaba el semestre y los alumnos estaban ávidos de conocer a su nuevo profesor, el mejor de la materia, experto, aclamado por sus colegas y venerado por la institución. El hombre intachable, el gran héroe no podía mostrarse derrotado. Entonces dio el paso que marcó la diferencia, con el pie derecho y persignándose como todos los semestres pasados. Tomó asiento y pasó lista para ubicar a sus nuevos pupilos. De la A a la Z Alcántara, Arteaga, Baz, Benítez,  Domínguez, Fernández, Gallardo, García, García, Hermosillo, Hernández,  Iturbide, Loera, López, Martí, Muñoz, Nuño, Núñez, Ortega… así por semanas, pasó la lista su único grupo, el séptimo viernes la U fue diferente Uribe, no era cualquier Uribe. Ni siquiera la misma Uribe de aquella mañana triste de inicio de semestre. Ella ya destacaba de entre las demás letras de Abecedario, era ella la nueva mejor alumna, la nueva mejor portada, pero también la nueva juventud y alegría, la jovencita que preguntaba extra clase y pasaba horas a su lado, aquella que no sólo estaba por conocimiento sino por compañerismo, amistad y cariño. Alegre, sonriente y siempre inspirada. Ilógicamente soltera y sin compromisos para ser la mujer de veintitantos años que él hubiese deseado hacía ya  cuarenta y treinta y cinco o cuarenta. El tiempo se había equivocado y había sido impuntual, por poco menos insignificante medio siglo. El divino residente celeste olvidó mandarla a tiempo o se retardó por uno de sus estornudos, o simplemente lo dejó para luego y lo compensó tres y media décadas después. Pero las cosas tenían arreglo, ya había tenido un paliativo que concluyó justo antes de que conociera a la belleza de Uribe, Angélica Uribe Barajas, número diecinueve de la lista y primera de la tercera fila.  Este viernes reiniciaba el reloj en sus los veintitantos, con la cómoda ventaja que da el dinero propio y la experiencia senil. Ella llegaría al carro vestida de manera elegante pero casual a la vez, lo sufriente para resaltar por demás su belleza, pero no tanto, pues debía parecer ocasional, justo como él lo había hecho durante casi todo el semestre, luciendo zapatos boleados todos los días, pantalones y camisas sin arruga alguna y saco, abrigo o chamara limpios al día, con su sutil pero sensible olor a loción de marca con tema juvenil. La cita, la primera de muchas, de futuros encuentros enmascarados de azar. Primera comida que precedía, tranquilas comidas suntuosas alejadas del saber universitario, donde ella parecía ser mayor y el menor, donde las edades se promediaban en los cuarenta o cincuenta, donde los demás los imaginaban como abuelo y nieta. Una relación que él veía  prometedora y duradera, iluminada por el brillo de los ojos joviales que Uribe presumía hasta sin desear, que tenían como lienzos las blancas sonrisas enmarcadas con marialuisas color carmín, bañada por los negros cabellos que acariciaban a veces los tirantes transparentes del sostén que deseaba arrancar cuando lo hacía a escondidas con la mirada, para descubrir una escultura que años atrás no sentía y que había perdido sin saber.
                Entonces fue el día, es décimo primer viernes del semestre cuando la invitaría a salir de verdad, sin máscaras de amistad o sentimientos casi paternales, confesaría el verdadero fin de sus cenas, asesorías y consejos personales, para añadir a las ideas de amistad el toque de amor y sazonar los encuentros con el sabor de los besos, las caricias y  demás acciones entre enamorados. Idea loca para un hombre de su edad, que circunda los sesenta, que espera sólo su jubilación. Idea loca cuando se trata de una joven que ni siquiera trabajo tiene, que aún asiste a fiestas de fines de semana y llega tarde a casa, pero no lo era con ella. Era muy diferente, ella era un tanto más madura, más tranquila, más adulta, pero igual de alegre y activa que cualquiera de su edad. Era quien inyectaba vida a su vida, la que compensaba el tiempo perdido y le regresaba el cronómetro a ceros. Ya eran demasiadas las ocasiones de fortuna fingida y de intereses mal mencionados y hechos mal entendidos. Él se acercó a la mejor de sus alumnas, se sentó con ella en las escaleras y comenzó a platicar como siempre para sellare con un abrazo, una hasta al rato y un beso en la mejilla la cita con la verdad. El celular sonó hora y media después para cancelar el evento y posponerlo para el miércoles de la semana siguiente, algo entendible pues era cumpleaños de Alcántara, el mejor de sus amigos y posible pretendiente de Uribe. Aparte de todo, los celos no estaban preparados para salir a escena, aún les faltaba algo de maquillaje. Y practicar bien sus líneas.
                Miércoles,  once cuarenta y cinco de la mañana, día soleado pero con viento, nada fuera de lo común. Terminó la tercera clase de Uribe y sale del salón acompañada de todo su grupo de amistades o cuando menos compañeros, sólo faltaba una hora y algunos minutos para salir a comer por última vez con la farsa escondida tras el pretexto de profesor benevolente cuando ella seguía sobre el pasillo y lo pasó de largo aun platicando su mejor amiga amino a los jardines que se escondían tras la fuente que adornaba el hasta bandera. Ellas dos caminaban riendo, platicando y  jugueteando, acompañadas por la mirada cansada del erudito esperanzado. Doblaron a la izquierda, burlando el camino más coherente y común para ir directo a la simple y llana soledad, que les esperaba bajo la sobra que los eucaliptos ermitaños, quienes las recibieron con sus raíces someras que fungían como almohadas en ocasiones y que en este caso también lo hacían como escondite, que cubrían sin querer el frágil rose del amor incomprendido, oculto y sincero que existía entre las dos. Mismo escondite que no fue suficiente para la mirada cansada del maestro que arrastró nuevamente los zapatos y sacó nuevamente su lágrima de luto, pues hoy moría alguien más importante que su esposa, su hijo, quien sea. Hoy de nuevo estaba de luto porque hoy moría su esperanza.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Inspiración

Esperé hasta la noche para cenar juntos, pasó la hora citada. Cuando sonaron las doce campanadas y comenzaron los infomerciales me di cuenta de que te quería, que por más tiempo del previsto te esperaba, que por ti yo había dado mucho, que por ti había cambiado, que por ti yo había dejado de ser quien fui, que incluso llegaba a amar el despreciarte en ocasiones, pelear contigo sabiendo que eran estupideces sin fundamentos, que recordaba el olor de tu perfume combinado con el olor de tu sudor sazonado con  un poco de esmog citadino, sólo para dar un toque cosmopolita. Reprochaba al televisor el no ser como el de los ricos, que sólo hablaba el lenguaje mexicano popular, que sólo conocía de televisión local, que no me mostraba imágenes placenteras como tu figura a contraluz, como aquel domingo a las seis, que no sainaba como tu ronca voz por las mañanas, que me invitaba a gastar dinero en lo inútil y no me invitaba a invertir mi tiempo, mis caricias y pasión en tu cintura. Me desesperé, y aventé el control hacia donde se supone estarías tú, como queriendo lastimarte, por dejarme solo, sentado en un sillón sucio hasta las dos de la mañana, aprendiendo diálogos de doblajes baratos y mal hechos, tan ficticios como tu promesa, como tus palabras a larga distancia. Entonces decidí cambiar el canal al de mis sueños, al que yo pudiera controlar de manera inconsciente, comunicarme contigo por telepatía, no importaba que cobraran larga distancia, al fin tu en mi mente eres número frecuente y nada más cuestas tres angustias por minuto. La llamada parecía no llegar ni a tu buzón, nunca pensaste en mi, o siquiera en el platillo que te preparé, o bueno… más bien que compré. Esperé, esperé, esperé y esperé, miraba hacia el control y mi demencia o imaginación me hizo platicar con él, era mi única compañía al parecer. Sonreía con las teclas de volumen y miraba fijamente con su ojo color verde. Comencé a platicar de ti, de mi y de nosotros, de cómo fue que te conocí, de cómo fue que te enamoraste de mi, o al menos de cómo decías haberlo hecho, de mi trabajo, mis amigos, que por cierto tiene mucho que no veo, Fue entonces cuando la televisión ya desmaquillada se unió a la conversación. Me di cuenta de mi demencia y comencé a pagar las llamadas que te hice, comenzaron las angustias.
                Que tal si te habías salido del trabajo y preferiste ir con tus amigas por un café, entonces dentro del café, ya un poco entrada la noche alguna de ellas propuso algo mejor que venir acá conmigo, algo menos aburrido, más interesante, más para ti, menos como yo, porque tal vez no me querías, porque tal vez sólo jugabas y me ilusionabas. Si decidiste entonces, después de el quinto o sexto café descafeinado, con dos cucharadas de azúcar, una y media de leche en polvo, o una y cuarto de crema para café decidiste salir del aquel lugar, con destino hacia tu casa, pues se te había olvidado mi invitación, llegarías sola a casa y dormirías mientras yo esperaba aquí, en este sillón mugroso y platicando col la tele y el control.
                Incluso, al salir del café o, ¿porqué no dentro de él? Encontraría al algún hombre, más atractivo, inteligente y varonil que yo, uno que si te supiera hacer la plática, que te entretuviera con sus cuentos y sus payasadas te hicieran reír, que ilusionara con sus historias de acción y fantasía, con su perfecta retórica y elocuencia de don Juan, te entretuviera con miradas coquetas y te tomara de la mano con hombría, que te endulzara el oído y te revolviera las ideas. Que te convencía de salir con él.
                Entonces también podrías haber salido junto a él, en su carro último modelo, como aquel que yo no tengo, que te subiera en asientos de piel, para estas solos ustedes dos y no en el camión como lo hago yo, manejara tan rápido como pudiera su lujoso deportivo, con rumbo incierto, desafiando la velocidad de tu incredulidad, para romper record en tus emociones, que te hiciera volar si despegarte del suelo, no por la velocidad sino por la emoción que confundirías con miles más. Y para cuando te lanzara la primer llamada telepática yo estuvieras fuera del área de servicio, fuera de mí. O mejor dicho que estuviera fuera yo de ti. Que mis ondas no alcanzaran ni a rozar las llantas, ni las puertas, ni el escape, ni el esmog. Que sólo les acompañara un poco de pasión entre los asientos de piloto y copiloto, que mientras él galante hombre de negocios de labia, envidiable manejara por las calles mientras lo hacía si mano por tu cuerpo y tus labios por su cuello. Mientras la aventura conducía con destino a la excitación, acelerando hasta la velocidad del riesgo. Cuando yo aquí no viajaba ni a la velocidad de una tortuga por la habitación.
                Tanta velocidad podía haber provocado un accidente, donde tú estarías entonces recostada sobre el suelo rasposo y negro, manchado con tu tinta roja, inconsciente, esperando a que él hombre de al lado dejara de seguir la luz para venir a cambiarte de lugar, esperando cuando menos luces blancas y rojas de caridad, sufrías entonces pagando el precio del amor ocasional. Él despertaría del sueño divino y te miraría con terror, asustado de lo que provocó, triste y decepcionado por fallar a su familia, a su esposa y a sus hijos. Tomaría la mejor de sus opciones… Te abandonaría y pediría ayuda por teléfono para él a unas cuadras de tu ubicación, donde entonces si las luces rojas y blancas le atenderían y él se salvaría. Pero yo no te podría dejar ahí sola y arrojada a tu suerte, tan mala como tu fidelidad. Tomaría entonces las llaves del departamento y le pediría al vecino de favor pasar por ti, recogerte y dejarte en algún lugar dentro de mi presupuesto para que estuvieras bien y fuera de peligro, te pediría disculpas por ahorrar en angustias, por pagar con tormentos. Entonces tú días después estarías recostada en caja negra y yo sentado en sillones mugrosos esperando ahora ser yo quien te alcance.
                O tal vez sólo pasó lo más común, tal vez sólo pasó lo que siempre suele pasar, que olvidé pagar el recibo de angustias del mes pasado, y por eso mi telepatía no funcionó, que me cortaron el servicio de este mes y que las angustias del momento no eran más que los intereses del recibo ya vencido y que tú estás sola en un sillón sucio, víctima mortal del ocio, divagando estupideces, esperando al olvidadizo y despistado que de nuevo pensó estar citado en su hogar.