Así, con el crucifijo ensangrentado se fueron limpiando todos los pecados. Uno a uno con cada una de las veces que éste entraba y salía de la piel. Guardando entre sus hendiduras el ADN del pecado y dejando la tranquilidad eterna que conlleva morir en la santa penitencia.
Diego y Antonieta se conocieron dese pequeños, las costumbres del pueblo les dieron la obligación que en contrato verbal acordaron sus padres. Una vaca, dos gallinas y un pomo de mezcal, de ese del bueno, por la muchacha. Digo se había casado por obligación con una más de las muchachas del lugar, aunque siempre estuvo enamorado de Eduviges. Pero lo que acuerden los padres no se refuta. Y lo que se dice ante Dios no se cuestiona. Así juro amor eterno a Antonieta, Toñita, de ahí pa’ l real. Cómo le decía su familia.
El pueblo lo demandaba y era obligación divina. Toñita debía quedarse embarazada a más tardar en tres meses después del matrimonio. Diego y Toña en realidad no se querían, pero lo de se dice en el pueblo es ley. En la noche de bodas pasó el padrino de la fiesta, que fue, como era costumbre el mismo sacerdote. Sólo el padrino tiene el derecho de saber si la mujer es pura y der fe de que así sea. En fin, el párroco salió del jacal y rompió la olla. Esa totalmente confiable para un buen hombre para Diego. Entonces tuvieron que pasarla solos, intentando una y otra vez imitando el oleaje del mar. Pero las cosas no se dieron.
A los tres meses todo seguía igual. Diego, empezó a buscar a Eduviges. Y Toñita por su lado fue a buscar al padre para preguntarle porque no podía tener hijos, si lo había intentado diario. Hasta que diego se frustró y se fue a probar suerte con la otra. Que había intentado todos los remedios que su abuela y las demás mujeres le habían recomendado.
El padre le dijo que no era cosa en Diego, que era algo mal en ella, seguro hizo algo malo y por eso lo está pagando de esta manera. Que la única manera de encontrar la gracia de Dios era limpiando todas esas acciones impuras que ella hizo alguna vez. Tenía que acercarse más a Dios y asistir más a misa. Diego estaba bien al buscar la gloria de la paternidad con Eduviges. Todos los hombres del pueblo tienen la oportunidad de ser padres, siempre y cuando no se trate de una mujer casada y se haga responsable de los chamacos.
De ahora en adelante Toñita tenía que caminar todas las tardes a la iglesia, rezar un rosario, hacer una penitencia, cada día más fuerte. Y después ir a buscar al sacerdote, hacer todo aquello que él le pidiera y entonces, tal vez, se quitaría el pecado de sus entrañas.
Fue el primer día, y después del último rosario comió un manojo de chiles sin probar un vaso de agua. El párroco entró y la vio cumpliendo esa penitencia. La tomó del brazo y la jaló del brazo arrastrando sus dieciséis años hasta la capilla contigua, ahí la despojó de sus prendas y las hizo recostarse sobre una cama de hiedra. No debía bañarse ni hacer nada en su cuerpo, hasta la tarde del siguiente día. La volvió a verter con calma y delicadeza, rozando delicadamente las pequeñas ronchas que comenzaron a salir.
Al otro día ella llagó a la iglesia, limpia y arreglada, después de rezar su rosario se dirigió al clérigo. Quien de nuevo molesto la desnudó, la llevó así hasta una tina y la regaño por bañarse. El baño de ahora en adelante sólo lo podía tomar en esa tina, para que en ella quedaran sus pecados. Comenzó a tallarla con una piedra pómez, hasta sacar los jugos rojos que dejaron poco a poco los pecados en el agua. Después pegó sus labios a las cicatrices y talló con sus barbas para limpiar las últimas gotas de pecado. La volvió a vestir con la misma calma y recelo del día anterior.
De nuevo el rosario y después al cuarto del día anterior, ahí estaba él sentado de espaldas, se levantó y dejó ver su cuerpo. Sólo usando una cadena de la cual colgaba un crucifijo. Ella en acción refleja, des desvistió y caminó a la tina. Se metió al agua helada en la cual vaciaría el fuego del infierno. Ahora con un puñado de varas en las manos la fue azotando y veía como escurrían los riachuelos rojos por la espalda, los brazos y las piernas. El sacerdote se acercó a ella y juntando su cuerpo la comenzó a limpiar con sus manos mojadas, recorriendo todos los valles ensangrentados y remojados con lágrimas. Cuando llegó a las montañas, hizo una pequeña escala y la giró para quedar de frente a ella. Pegó sus labios a la boca de pecado y bajó succionando cada gota o rastro de humedad que encontraba en su camino.
El tercer día, así como lo indican las escrituras es el más santo, el día de la resurrección. Esa vez tuvo que rezar dos veces lo acordado. Ya en la tina sólo vio un látigo y una corona de espinas. Las tomó y sumergió las cicatrices en el agua salada y caliente. Después entró el sacerdote, le puso la corona y echó mano del látigo. Sacaba y metía con fuerza las púas de la piel. Hasta ver a las cicatrices inmóviles debajo del agua. Tomó el cuerpo lánguido y lo recostó en un tapete. Él se quitó los hábitos y se quedó sólo con el crucifijo. Vivió todo el líquido de pecado y muerte para después poder depositar licosa vida blanca y santa en ella.
A mitad del proceso entró Diego a presenciar la absolución de los pecados. Miró los dos cuerpos desnudos sobre el tapete, y lleno de coraje arrancó el crucifijo del cuello. Y comenzó con un exorcismo más rápido y certero. La penitencia más correcta era morir frente a la cruz. Dejando que la plata rígida se clavara un sinfín de veces sacando la sangre por goteo hasta dejar vacíos los cuerpos herejes.