Recuerdo el frio que hacía aquella noche, justo como el que actualmente se aloja en mi corazón. Yo caminaba con bufanda, chamarra, sudadera, suéter y camisa gruesa. Los guantes baratos que había comprado esa mañana no hacían bien lo que debían aunque más no se podía pedir por los míseros setenta pesos que pagué. Con los treinta pesos que aún quedaban en mi bolsa entré al café y pedí un americano con mucha azúcar para tener más calorías y aguantar más el frio que me congelaba las piernas y no me dejaba caminar por la calle. Entonces noté que mi caminata urbana por placer en realidad no ofrecía ningún placer. Me senté dentro del café y me quedé mirando a la calle donde no pasaba nadie, sólo un poco de niebla y vapor de coladera era lo que habitaba sobre el pavimento.
Terminé mi café pero el frio al miedo me encadenó a la silla por otros minutos. Los suficientes como para notar como entrabas en el local y pedias igual que yo un café americano con mucha azúcar. Te sentaste a dos mesas de mí y sacaste de tu bolso un libro, de portada azul y detalles blancos. Con eso tuve para juzgarlo como algo aburrido y viejo, sin chiste. A decir verdad era algo delgado y no pensé que fuera bueno. Entonces negué con la cabeza, torcí la boca y me puse de pie. Te miré de reojo y al notarlo me sonreíste tímida y ruborizada. Pasé al baño y al regresar a la sala para salir tú también te levantaste y te adelantaste a la puerta. Ya afuera, sobre el mismo andar tomaste el libro y lo guardaste, sacaste unos guantes un poco más caros que los míos, pero al parecer igual de ineficientes, te los pusiste y seguiste por el camino que yo había de tomar.
En la esquina siguiente nos emparejamos para esperar el paso peatonal. De nuevo me volteaste a ver con la sonrisa tímida y rojiza del café. Se encendió la luz verde y ambos comenzamos a caminar… uno al lado del otro. Y sin platicar nos fuimos conociendo. Tú procurabas caminar sin pisar cualquier raya sobre la banqueta y de vez en cuando dabas brinquitos discretos sobre los charcos. También eran repentinos pero previsibles los mementos en que te rascabas la nariz de grana. Siempre después de hacer un gesto de estornudo fallido. Y como sonreías conmigo cuando yo me mofaba de tus ademanes tan expresivos y con tus ojos hacías semicírculos alegres.
Tú de la misma manera notaste como yo, cada pausa sin querer y casi por arco reflejo limpiaba mis zapatos con mis pantorrillas. También lograste adivinar cada vez que por frio frotaba mis guantes sin resultado alguno. Nos conocimos casi a la perfección en un poco más de siete cuadras que caminamos a la par. Después entraste un edificio y yo, sin tener nada más que hacer, te seguí hasta el elevador. Entramos y nos quedamos solos, poco a poco nuestras manos se acercaron y se tocaron mustias. Así nos quedamos juntos por diecisiete pisos viendo como gente entraba y salía del elevador. Y de regreso fuimos hacia abajo. Así dimos varias vueltas sin decir palabra alguna.
En la enésima vuelta me miraste al llegar a la planta baja. Con tu voz ronca, no sé si por enfermedad, frio, inactividad o naturaleza escuché las únicas frases que se pronunció: “Adiós fue un placer haberte conocido. Hasta nunca. No me sigas más.” Diserte un paso fuera del elevador, dejando el deseo guardado herméticamente junto a mí.
Y así te perdí para siempre sin haber tenido más que tres frases para recordad y toda una vida para imaginar. Aún hago pinturas que tratan sobre ti, del camino que alguna vez recorrimos y nunca más volveré a pisar junto a ti.