jueves, 29 de julio de 2010

Una vida junto a ti.



Recuerdo el frio que hacía aquella noche, justo como el que actualmente se aloja en mi corazón. Yo caminaba con bufanda, chamarra, sudadera, suéter y camisa gruesa. Los guantes baratos que había comprado esa mañana no hacían bien lo que debían aunque más no se podía pedir por los míseros setenta pesos que pagué. Con los treinta pesos que aún quedaban en mi bolsa entré al café y pedí un americano con mucha azúcar para tener más calorías y aguantar más el frio que me congelaba las piernas y no me dejaba caminar por la calle. Entonces noté que mi caminata urbana por placer en realidad no ofrecía ningún placer. Me senté dentro del café y me quedé mirando a la calle donde no pasaba nadie, sólo un poco de niebla y vapor de coladera era lo que habitaba sobre el pavimento.
                Terminé mi café pero el frio al miedo me encadenó a la silla por otros minutos. Los suficientes como para notar como entrabas en el local y pedias igual que yo un café americano con mucha azúcar. Te sentaste a dos mesas de mí y sacaste de tu bolso un libro, de portada azul y detalles blancos. Con eso tuve para juzgarlo como algo aburrido y viejo, sin chiste. A decir verdad era algo delgado y no pensé que fuera bueno. Entonces negué con la cabeza, torcí la boca y me puse de pie. Te miré de reojo y al notarlo me sonreíste tímida y ruborizada. Pasé al baño y al regresar a la sala para salir tú también te levantaste y te adelantaste a la puerta. Ya afuera, sobre el mismo andar tomaste el libro y lo guardaste, sacaste unos guantes un poco más caros que los míos, pero al parecer igual de ineficientes, te los pusiste y seguiste por el camino que yo había de tomar.
En la esquina siguiente nos emparejamos para esperar el paso peatonal. De nuevo me volteaste a ver con la sonrisa tímida y rojiza del café. Se encendió la luz verde y ambos comenzamos a caminar… uno al lado del otro. Y sin platicar nos fuimos conociendo. Tú procurabas caminar sin pisar cualquier raya sobre la banqueta y de vez en cuando dabas brinquitos discretos sobre los charcos. También eran repentinos pero previsibles los mementos en que te rascabas la nariz de grana. Siempre después de hacer un gesto de estornudo fallido. Y como sonreías conmigo cuando yo me mofaba de tus ademanes tan expresivos y con tus ojos hacías semicírculos alegres.
Tú de la misma manera notaste como yo, cada pausa sin querer y casi por arco reflejo limpiaba mis zapatos con mis pantorrillas. También lograste adivinar cada vez que por frio frotaba mis guantes sin resultado alguno. Nos conocimos casi a la perfección en un poco más de siete cuadras que caminamos a la par. Después entraste un edificio y yo, sin tener nada más que hacer, te seguí hasta el elevador. Entramos y nos quedamos solos, poco a poco nuestras manos se acercaron y se tocaron mustias. Así nos quedamos juntos por diecisiete pisos viendo como gente entraba y salía del elevador. Y de regreso fuimos hacia abajo. Así dimos varias vueltas sin decir palabra alguna.
En la enésima vuelta me miraste al llegar a la planta baja. Con tu voz ronca, no sé si por enfermedad, frio, inactividad o naturaleza escuché las únicas frases que se pronunció: “Adiós fue un placer haberte conocido. Hasta nunca. No me sigas más.” Diserte un paso fuera del elevador, dejando el deseo guardado herméticamente junto a mí.
Y así te perdí para siempre sin haber tenido más que tres frases para recordad y toda una vida para imaginar. Aún hago pinturas que tratan sobre ti, del camino que alguna vez recorrimos y nunca más volveré a pisar junto a ti.

viernes, 23 de julio de 2010

La glorieta del pueblo

Esa última canción que escuché en la radio, como todas las anteriores, me hizo pensar en ti. Y como no hacerlo si aún te extraño, todo por culpa de mi supuesta hombría estúpida que nunca dejaré. Sólo pensé en nada y salí a la penumbra del asfalto empapado. Y caminando poco a poco fui recorriendo el pueblo. A lo lejos, en la esquina donde nos conocimos, vi dos sombras que jugueteaban y se mezclaban mientras el faro mustiamente hacía las veces de alcahuete escondiendo las caricias densas pero fluidas. Justo como lo hacíamos nosotros hace menos de un año.
                Notaron como poco a poco me acercaba hacia ellos, con la mirada fija en sus acciones. Las sombras dejaron de moverse, simulando un lienzo salpicado con colores obscuros y figuras revueltas. Me detuve, y dejé que se alejaran en anonimato. Tal y cual lo hicimos nosotros aquella vez. Si me concentro un poco aún siento como tu mano trémula oprimía con miedo seductor mi brazo para apresurar el paso, justo como parecía que ocurrían las cosas doscientos metros delante de mí.
Doblaron en la esquina del bar que nunca quisiste visitar, y como tú aquella vez, ella tropezó cuando el empedrado de la calle se enamoró del tacón izquierdo. Él como todo buen caballero la sostuvo y evitó que se desplomara.
Al sentir mi cercanía latente y mustia pero perseverante se frenó. Posó su cuerpo lánguido como escudo ente ella y yo. Su voz se hizo escuchar desde el suelo y vibró por dentro de mí, haciendo cosquillas en mis plumones. Y de una vez soltó un golpe para protegerla. Yo sin afán de atacarle únicamente me defendí y lo aventé hacia atrás. Su tropiezo le dejó en el suelo, casi indefenso. Sin más que hacer que usar una de las más bajas artimañas. Metió la mano detrás de su cadera y con la otra se puso en pie. Dio un paso atrás y después dejó salir con el grito de la pólvora tan caliente como su coraje que no hizo más que alertarme y activar en mí el arco reflejo de solar un tiro hacia él.
                Después sólo noté como despacio y en silencio, como aquella noche que nunca olvidaré, un vestido se teñía de roja imprudencia irracional que había despertado la situación de incertidumbre. Y él, al igual que yo aquella noche corría hacia ti… hacia ella, con lágrimas volvía a sacar el golpe de plomo que me dejó tirado en la calle, frente a esos ojos que como los tuyos se cerraban tan serenos con la briza que escurría por las mejillas y ambos cerramos los ojos. Mientras él huía del lugar, para seguramente, en menos de un año seguir recordando esta situación  y escuchar sin parar canciones que hablen del amor que alguna vez tuvo y que seguramente lo sacarán de su hogar una noche húmeda para buscar el amor en esa esquina maldita donde alguna vez lo dejó.

viernes, 2 de julio de 2010

La inocencia de Edipo

No recuerdo exactamente qué edad tenía en ese entonces, pero aún creía en los reyes magos, Santa Claus y el ratón de los dientes. Yo era inocente pero rudo, en mayor parte era temido, el más temido de la generación en la primaria. En gran parte era gracias a que mi papá era mayor del ejército nacional. Yo estaba acostumbrado a balas, pistolas y rifles sobre la cama o la mesa por la mañana. Las medallas, escudos, espadas y cualquier instrumento bélico era motivo de la decoración casera.

                Desde pequeño mi padre me enseñó a jalar el gatillo y a ser atinado en cada uno de los disparos, poco a poco fui entrenando, aumentando el calibre y la certeza de mis tiros. Por las tardes al llegar de la escuela tomaba el uniforme de mi papá y me lo ponía con orgullo y gran imaginación. No tomaba ninguna de las armas, eso estaba prohibido. Sólo podían estar en mis manos cuando mi papá o “Mayor Aguirre”, como le gustaba que le dijera, me estuviera enseñando y en el caso extremo en que tuviera que defender a la familia. Como hijo mayor esta era mi responsabilidad cuando él no estuviera. Tenía que cuidar a mi mamá, Carlitos y Mariana a costa de lo que fuera.

                Mi padre era duro, regio como todo buen soldado. No expresaba sus sentimientos, pero yo sabía que me amaba porque de vez en cuando se le olvidaba apagar el brillo de sus ojos. En cambio mi madre era todo lo contrario, en ocasiones me empalagaba tanto abrazo y apapacho. En ocasiones me avergonzaba, y más cuando lo hacía frente a mis amigos. Se suponía que era el rudo e imponente de la escuela. Pero eso ella no lo entendía.

                Mi padre recurrentemente acudía a misiones y salía de la casa por mucho tiempo, al menos mes y medio. Entonces yo era el hombre de la casa y tenía que actuar como tal. Siempre tomaba el revólver que estaba en la alacena y lo llevaba a mi cama. Dormitaba por la preocupación, el pendiente, la responsabilidad y el frio de la pistola bajo la almohada.
                Uno de esos días en él salió de la casa y me dijo en secreto que sería uno de los viajes largos, por lo menos dos o tres meses. Pero que no tenía por qué preocuparme, ya era un experto tirador, en las últimas prácticas había atinado al blanco cada uno de mis tiros. Estaba orgulloso de mí. Seguramente sería un gran soldado. Recto, firme y decidido. Con la misma determinación que caracterizaba a los hombres metió su arma en la funda y partió con la maleta en la mano izquierda y su gorro verde bajo el brazo. Se subió al carro y nos metimos a la casa. De nuevo era el hombre de la casa por al menos dos o tres meses.

                Pasó el primer mes y no había novedades, Carlitos y mi mamá se quedaban en la casa mientras Mariana y yo estábamos en la escuela. De cuando en cuando, para no sentir sola la casa invitaba a algunos amigos a comer, al fin en casa siempre se hacía comida para cinco.

                Dos semanas después invité a Pablo a dormir. Era mi cumpleaños y no quería pasarlo solo. Él era mi mejor amigo y había quedado con mamá para salir a comer a mi restaurante favorito. Cuando llegué a casa Pablo y yo nos quitamos el uniforme y nos pusimos ropa para la comida. Justo antes de salir sonó el teléfono. Era papá, había llamado para felicitarme y me había prometido una gran sorpresa. Que seguramente yo no imaginaba ni siquiera que podía ser.

                Acabó la comida y regresamos a casa. Al doblar la esquina noté algo raro, había un carro que no era común frente a la casa. Todo el día y la tarde me la pasé observándolo, dejé de lado a Pablo. Él se llevaba muy bien con Mariana y con mariachi, mi perro. Llegó la noche y el carro seguía ahí frente a la casa sin moverse. Llamé para denunciarlo, pero debían haber pasado más de cuarenta y ocho horas para que fuera algo sospechoso. A parte, ¿quién le hace caso a un niño cuando llama para una emergencia? Y más aún si hay ruidos y risas de fondo.

                Mamá me regañó y me obligo a ir a la cama. Me acosté con la oreja pegada a la almohada fría y la cara mirando al espejo. Las maderas del suelo comenzaron a crujir y yo nervioso salí a ver quién estaba fuera de los cuartos. Veía como el reloj parpadeaba al compás de mis latidos y poco a poco mi corazón tomaba iniciativa aumentando el ritmo. Los ruidos cada vez me llamaban más atención.

                Sonó un motor fuera de mi casa, corrí a la ventana y vi como el auto sospechoso se alejaba. Entonces pude dormir un poco. Pero hora y media después justo a la mitrad de la madrugada el carro regresó. Al mirar a través del vidrio ya no vi a nadie dentro del auto ni a su alrededor. Fui a mi cama y tomé a bartola que descansaba bajo mi almohada. Ella era mi amiga y protectora. Esperé y de nuevo oí el crujir de la madera, me asomé y no vi a nadie. Sólo era mi imaginación. Bartola y yo regresamos junto a Pablo.

                Por alguna razón no podía dormir, seguramente eran los nervios de lo que me imaginaba. Media hora después el reloj y mi corazón volvían a tocar la sinfonía de suspenso y los gritos de mamá me confirmaban que había alguien en la casa. Bartola y yo nos acercamos con cautela a la puerta de su cuarto. La cacha estaba sudada cambié la pistola de mano y me sequé el sudor de la mano derecha. Para tener un buen disparo hay que tener las manos secas. Aguanté por unos segundos la respiración y me tranquilicé. El disparó debía ser certero si posibilidad de falla. Los gritos de mamá, cada vez más fuertes y recurrentes reflejaban dolor.

                Me asomé al cuarto obscuro y sólo alcancé a ver por entre las sombras algunas siluetas y reflejos que tímidamente me daban reporte de situación. Él estaba justo sobre ella, la sujetaba del pecho y la aprisionaba entre sus piernas. Mi madre estaba desesperada, se movía demasiado, pero no lograba zafarse. Entonces mientras él acercaba su mano a la boca de mi madre para amordazarla yo jalé del gatillo. Bartola escupió un poco de muerte fría directo a la cabeza. Mi madre soltó un grito de desesperación y llanto entremezclados.

                Entre llantos de mi madre, de Mariana y Carlitos encendí la luz. Mi madre desnuda se quitó el cuerpo sudado y ensangrentado de encima. Miró con tristeza a su hijo que había colocado con un una bala precisa y contundente la última medalla en el uniforme de gala del Mayor Aguirre. Unas gotas de sangre eran el símbolo que glorificaba la docencia perfecta en tiro.