jueves, 14 de julio de 2011

Inventario

Inicié el día normal, común y corriente, como cualquier otro día de mi vida. Comencé la misma rutina de todos y cada uno de mis días desde hacía ya algunos años. Los tiempos ya estaban más que medidos, los movimientos automatizados y los detalles olvidados. Prácticamente podría haber perdido cualquiera de mis cinco sentidos, o incluso todos, y obtener el mismo resultado sin problema alguno. La vida era sencilla, mucho más fácil día a día. O mejor dicho automatizada.
Aquel día llegué al trabajo, como siempre, a las nueve con seis minutos en vez de las ocho treinta, como dice en mi contrato. Ni un minuto más, ni un minuto menos. En el camino había dado la misma mirada de indiferencia al pordiosero que finge invalidez y se humilla ante los demás, para que los tontos crédulos, ajenos a la realidad, le cedan unos cuantos centavos. Al menos los suficientes como para poder comprar su estopa y un cuarto de thiner.  Ya si le sobra un poco de dinero, seguramente se compraría una torta o un refresco. Los dos en un buen día. Porque, como yo, ya casi todos los que pasan por donde él se pone a diario ya conocen su realidad. Saludé a mi jefe con la misma frase de todos los días: “Perdón Carlos, sé que es tarde. Pero ya sabes que al final termino lo que me encargas.” Ya sé, al igual que él, que me encargará algún un pendiente de trabajo justo quince minutos antes de salir y que me quedaré otros treinta y siete y cuarenta y tres minutos redactando algún texto u ordenando papeles. Lo cual no importa, porque de cualquier manera, sean treinta y siete y cuarenta y tres los minutos extras de trabajo, alcanzaré el mismo tren. Virtualmente ningún retraso en mi itinerario, para llegar, como de costumbre a las siete treinta de la noche a mi casa.
Justo después de mí, como todos los lunes llegó su hijo reportándole las novedades de la mañana en la sucursal del negocio familiar en la ciudad vecina. Y después, con un gesto de asombro, que más bien refleja el evidente desprecio, me saludó. Yo, como es costumbre, contesté con exactamente el mismo gesto. Y como ya era de esperarse, Carlos me dijo que saliera con Carlitos a sacar las cosas de la camioneta, dejarlas en la esquina debajo de la televisión que nunca se ocupa y verificara que estuvieran en buen estado.
Entonces las cosas cambiaron un poco. Una de las cajas venía vacía y se lo dije a Carlos. Eso era algo raro. En todos los años que llevo con esta rutina nunca había pasado esto. Lo más semejante había sido un cambio de modelo. Algo que en ese entonces me costó más de 8 minutos de desfase a mi rutina diaria. Al final se la cobré a Carlos, con ese simple argumento. Lo más lógico es que su hijo fuera a reclamar la falta de mercancía a dónde la compran. Pero Carlitos no tenía tiempo. Así que tuve que ir yo. A cambio de eso, Carlos me dio el día. Sabe que no soy bueno con eso de llegar a las direcciones y menos sin haber estudiado la ruta. Esa idea, lejos de agradarme, me molestó demasiado. Modificó todo mi itinerario por demás reconocido. Pero él es el jefe y se le tiene que obedecer, o hacer que eso parezca.
Tomé la caja vacía para hacer válido el reclamo, un poco de dinero para los pasajes y sobre todo valor para romper con mi amada rutina. Salí de la oficina y me lancé al apabullante y ensordecedor mundo del caos citadino. Yo sólo sabía tomar la ruta a mi casa. Y a decir verdad, no soy muy bueno expresándome, preguntando, entendiendo direcciones o instrucciones. Vaya soy totalmente ajeno a la comunicación y más aún si es personal. Por algo trabajo en una oficina mediocre y no de taxista, político o psicólogo.
Como ya lo sabía, me tomó prácticamente toda mi jornada dar con esa maldita dirección para poder hacer el reclamo de esa estúpida caja. Bien podían haber hecho el reclamo otro día. Pero no. Debían mandarme a mí, a perder mi día, mi rutina. Tenían que elegirme para lo que peor hago. Al final de dar vueltas y vueltas estúpidamente por la ciudad terminé llegando a dónde debía. Pero oh sorpresa. Estaban cerrando. Era una mujer. Joven en realidad. No mucho más que yo, pero sí mucho más bella, simpática, risueña, extrovertida, comprensiva e inteligente. Me quedé parado justo junto a ella mientras veía como cerraba la cortina. Paró su acción y me miró con sus ojos destellantes diciendo: “¿Sí? ¿Se le ofrece algo?” Yo me quedé callado, en parte por el asombro se du encanto natural, pero más aún por mi dificultad para abrir la boca, sea cual sea la situación.

-Vas a querer algo. Antes de que cierre.
-Bbb... Bueno… Quiero reclamar este producto… la caja está vacía.
-Está bien. Si tienes la nota de compra o factura, con mucho gusto te hago el cambio.

Yo tímidamente tomé la el folder dónde venía la factura y se lo di, sin mencionar palabra o hacer gesto alguno. Ella lo tomó, mientras me agradecía y en seguida de verlo abrió la cortina metálica, después la puerta de cristal y me cedió el paso. Yo sólo entré y di un par de pasos más para que ella pudiera pasar. Ella pasó, tomó la caja de mis manos y la llevó detrás del mostrador. Después se fue tras unas mamparas a lo que para mí parecía ser una bodega y a los pocos segundos me llamó para que le ayudara a alcanzar una caja semejante a la que había tomado de mis manos. Pasé a dónde ella estaba y ya estaba ella colocando la escalera para que yo pudiera subir y pasarle la caja. Tomé la caja y tranquilamente bajé. Ella recibió la caja, la dejó sobre otras y amablemente extendió la mano para ayudarme a bajar con mayor facilidad. Yo salté del tercer escalón al piso para evitar la fatiga y la misma inercia me hizo caer sobre  ella. Ella sólo re rió y dijo: “Pícaro” Me abrazó y dio un beso mientras estábamos tirados y rodeados de las cajas que nos acompañaron en el viaje a las alfombra de la bodeguita.
Poco a poco continuó con caricias y besos, cada vez más excitantes y profundos. Yo no soy alguien de iniciativa. Pero a ella le sobraba tanta que bastaba para los dos. Cuándo me di cuenta ella tenía sólo tenía puesta su ropa interior y una playera, tres prendas más de las que yo tenía puestas en ese momento. Igualmente de inesperado fue el momento en que ella estaba sentada sobre el mostrador y yo absorto entre su ser. Estaba perdido en el momento, lenta y delicadamente ella me fue guiando por nuestros cuerpos, logrando que yo, por primera vez disfrutara un poco de lo que hacía, que disfrutara un poco de mi vida. Y así de rápido como todo se dio noté que ya había concluido. Ella estaba, nuevamente al otro lado del mostrador, con toda su ropa puesta, al igual que yo.
Me devolvió la caja con el producto dentro, abrió la puerta, me cedió el paso a la calle y se  despidió de mí. No sin antes citarme para el día siguiente, o sea hoy, a las ocho de la noche, justo en la puerta de mi casa, ya que supongo que en alguno de esos momentos de inconciencia y acciones automáticas confesé mi estupidez para conducirme por la ciudad. En definitiva es la mujer que necesito para cambiar mi vida y dale, por fin, sentido a todo lo que hago. En definitiva ella, y nadie más, es el amor de mi vida.
Ya pasaron diez minutos de la hora en que acordamos la cita, ella está tocando el timbre desde hace un poco más de doce minutos. Pero ayer fue mi día de suerte, seguramente este mi mes de suerte, o incluso en mi vida he tenido suerte. Pero hoy no es mi día y en mi vida, lo que menos deseo es suerte y azar que esta conlleva. Prefiero la vida segura y rutinaria, medida y conocida. A partir del momento en que se canse reiniciará la cuenta y las cosas volverán a ser lo conocido. No más retrasos o eventualidades.

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